lunes, 6 de julio de 2009

Junio en Cartagena. En esta época, el sol brilla para poca gente. La playa, los restaurantes, las calles—todos están vacíos. Bueno, casi vacíos. ¿Donde estoy? ¿Y que hacen estas personas que se encorvan por la orilla? A lo lejos ellos son nada más que siluetas. Son formas que no se explican, y estoy contento con eso.

El músico del pueblo, con pelo alborotado y ojos rojos como cerezas silvestres, me ofrece una canción, un “regalo”, con su guitarra. Las letras que salen de su boca huelen como vodka, y entiendo que el tipo canta no desde el corazón, sino el cerebro distorsionado que siempre implora más. Lo doy una gamba al músico. Lo siempre voy a tener en memoria. Veo que él pasa por otro parte, ahora a la playa, y ofrece otro regalo a una pareja. Me imagino que la pareja no le gusta la canción tal como yo.

Estoy buscando algo en las calles, pero no tengo clara para nada lo que es. Empiezo a sacar fotos de los edificios. Todos están desmoronándose. ¿Qué pasó aquí?

Las fotos de los edificios tienen calidad romántica, son bastante lindas, pero no me dicen nada en fin. Lo atractivo disminuye.

Un hombre sale de su negocio con una bolsa de cabritas y la pasa a un perro salivando. El hombre examina a la calle, pero no hay nada; el perro mastica. Aquí hay algo: Cartagena tiene hambre.

Continúo caminando y entro en un sueño. Ojos desconfiados me miran a través de portones gigantes; las calles se convierten más y más largas, pero más vacías; un ciclista lleva un cruz en su espalda; un auto hecho de diarios.

Confundido, salgo de las calles y vuelvo al mar. Es la hora de almorzar.

En el restaurante, de tamaño casi insuficiente para nuestra compañía, el mesero no se da cuenta que si hay diecinueve personas, y tienen que elegir entre empanadas de marisco o palta rellena, si diez quieren empanadas, el resto quieren ensalada. No tienen que levantar las manos de nuevo. De mi espaldas dos viejos hacer ruido al tomar sus sopas de mejillón. No voy a hacer ruido así, me digo.

En Cartagena, los niños quieren jugar. Los adultos también quieren jugar, pero han olvidado cómo ser joven. Ahora son serios, protectores de una tierra sagrada, desconfiados de todos que huelen de ciudadanía, menos al gringo. Pero está bien. Soy un niño en Cartagena, sin saber nada, o sea, sin tener mucha consciencia de lo que pasa.

Lo que me interesa es el camino al mar, como un chico que tiene ganas a darse un chapuzón.